domingo, 19 de abril de 2015

El vuelo final

El señor Mendoza siempre prefería caminar. Le gustaba, a pesar de su edad, caminar a todos los sitios a los que su rutinaria vida le pautaba ir: desde su casa a la de su hija Clara, de su casa a la panadería, de su casa a la frutería, de su casa a "la esquina de los amigos", de su casa a la funeraria, y en fin, a cualquier lugar, salvo extraordinarias excepciones, prefería ir caminando... y también las vueltas. Caminar era para el señor Mendoza, en sus propias palabras, como le había dicho alguna vez a su hija Clara ante un reclamo de esta en referencia a lo mucho que caminaba "desprenderse del peso acumulado a lo largo de los años, soltándolo poco a poco a través de las calles en forma de pensamientos".

El tiempo pocas veces apremiaba al señor Mendoza, así que todo podía hacerlo con calma, sin prisas y de una manera que él mismo llamaba "contemplativa", buscando detalles y respuestas con la simple y a la vez compleja "observación del alma", otro de sus términos predilectos. Solía afirmar también el señor Mendoza que todas las cosas en el mundo están cargadas de cierta esencia, natural u otorgada de alguna manera por un elemento de la misma naturaleza. Así, una libreta llena de notas podía estar cargada de infinitas emociones y sentimientos que alguna vez embargaron a su autor, o bien un árbol cincuentón de una avenida podía tener en su memoria de madera las historias y energías de medio siglo acumuladas en algún lugar. "Difícil de ver, sí, pero no imposible de contemplar" exponía firmemente y con emoción el señor Mendoza cada vez que tenía la oportunidad ante las sorprendidas caras de Diego y Clarita, sus dos pequeños nietos, su audiencia favorita, que luego del momentáneo trance buscaban de alguna manera "la esencia" en sus peluches de elefante y ballena, respectivamente.

Una tarde de mediados de abril, cuando el sol ya estaba por ocultarse, regresaba el señor Mendoza de la casa de su hija por la avenida principal de la ciudad, camino a "la esquina de los amigos", esos con los que había crecido y compartido tantos años... años llenos de amores, desamores, borracheras, confidencias y traiciones... pero amistad y años en su más pura esencia al fin y al cabo. Faltaba ya poco para aquella legendaria esquina cuando se detuvo en un cruce peatonal esperando el gentil gesto de algún conductor en aquella "ciudad de máquinas endemoniadas", y sí, así llamaba el señor Mendoza a la ciudad que lo vio nacer, pero es entendible dado su demostrado amor al placer de caminar, pero todo esto pasaría pronto a un segundo plano, porque mientras esperaba el señor Mendoza su turno para cruzar levantó la mirada hacia el cielo, y todo cambió...

Su mirada se encontró con tres grandes e imponentes arces, aquellos árboles tan característicos y asociados a su ciudad natal, y que desde donde en aquel momento caían con un peculiar y elegante movimiento algunos trozos secos de hojas que alguna vez durante su infancia llamó "hojas hélice", y esas hojas le hicieron recordar fugazmente aquellos años con nostalgia, y entonces entendió... e instantáneamente lágrimas dulces empezaron a caer sobre sus añejadas mejillas, porque finalmente había encontrado lo que toda su vida había estado buscando... y todo fue tan claro y nítido en aquel instante que ni notó cuando sin respiración y entre lágrimas de felicidad caía de espaldas bajo aquel cielo atardecido y su vieja boina caía a un costado llevada suavemente por una corriente de viento. Él simplemente seguía con su mirada fija en aquellos árboles que sin saberlo (o quizá sí lo sabían) le habían dicho tanto con sus "hojas hélice" caídas.

Aquella tarde de abril el señor Mendoza aprendió a leer al viento. Aquella tarde el señor Mendoza finalmente pudo creer con certeza y fe absolutas en algo que era invisible a sus ojos.

Luego de aquel día, su hija Clara va a todos lados caminando, salvo extraordinarias excepciones, y más aún si debe ir a algún sitio con Diego y Clarita. "¿A dónde fue el abuelo mamá?" preguntó Clarita hace poco... Clara, contemplando una ternura infinita en los ojos de su hija le respondió: "El abuelo caminó tanto aquella tarde luego de que estuvo por última vez con nosotros en casa que finalmente acabó por desprenderse de todo el peso que había acumulado a lo largo de sus años y comenzó a elevarse... y aún hoy está volando".