domingo, 26 de junio de 2011

La Bicicleta

Una vez, hace ya más de una década, hacia el final de aquellos 90's donde transcurrió mi infancia, un amigo me preguntó en el colegio, en medio de un recreo y luego de contarme lo bonita que le parecía "fulanita": ¿y a tí? ¿quién te gusta?... Lo sé, cuantas cosas y preguntas no pueden darse entre niños en un recreo, y más en cuanto a "gustar", donde todo es tan relativo de pequeño, pues sólo pensamos en el momento, además de cuando toca el recreo. Pero yo respondí, como buen muchacho de cuarto grado que no va a quedarse atrás con respecto a los demás, y mi respuesta aún hoy, no deja de sorprenderme.

Luego de haber digerido parcialmente la pregunta levanté la vista y la ví, casualmente estaba ahí, cerca de las escaleras del patio cubierto, entre niñas que hablaban y miraban alrededor, y sucedió que aquella niña que en un momento fugaz me pareció sólo bonita era ahora mi respuesta, pero no porque la necesitara urgente y desesperadamente, sino porque su presencia fue naturalmente la señal más clara, y como era sólo un crío, no necesitaba más, me enamoré, o al menos eso creí en aquel momento. Digo que creí, pero en realidad no lo sé, supongo que enamorarse es como andar bicicleta, aprendes a andar con las que traen rueditas y ya te crees grande y te pavoneas de saber andar bicicleta, aunque en ese caso sólo unas cuantas caídas bastarían, y generalmente ese no es el caso del amor, o al menos el de aquel niño distraido amante de los recreos.

El tiempo transcurrió como siempre lo ha hecho, y me enamoré más de aquella chica de las escaleras, sin saber realmente por qué, pues ella no hacía más que evitarme e ignorar mis básicas pero sudadas cartas (probablemente ese es el ¿por qué?), pero simplemente me encantaba como era, y sin conocerla realmente bien, sentía que la amaba.

Amé a aquella chica de las escaleras un poco más de la cuenta, porque objetivamente hablando nunca fui algo serio para ella, pero algo habré aprendido seguramente, aunque ahora no lo recuerdo. Lo cierto es que ese amor sólo se fue por aquella otra chica de la salida, siempre tranquila esperando a su padre, y con esa elegante y a la vez seca expresión que ahora reconozco como aturdimiento cuando yo le hablaba en mis torpes intentos de cortejarla, de los cuales no me arrepiento. Pues bien, supongo que ya se lo imaginan, aquello me sucedió más de una vez, y no me quejo, porque en realidad en alguna ocasión tuve suerte, y lo bueno y lo malo me enseñó, más allá de los recuerdos, donde me quedo siempre con los buenos.

Definir el amor es irrelevante, pues sus matices son infinitos, y su complejidad va más allá de querer y ser querido. Es por ello que en mi humilde opinión el amor no se define, sino que se vive, porque entre idas y venidas vamos construyendo en nuestra alma nuestras propias visiones y nuestras propias fantasías, y es en base a ello que buscaremos "vivir el amor", hoy o mañana.

Quizás todo esto resulta demasiado informal, y probablemente todo esto resulta demasiado personal, aunque ciertamente nadie lo sabrá, pero de algo que no dudo hoy y espero no dudar mañana es del amor, de enamorarme sinceramente de una mujer, pues amar nos hace sentir, y amar nos hace vivir realmente en este mundo, intensa y apasionadamente, si es que hablamos de amar de verdad.

Ya no soy un niño, y quizás por ello extraño el "enamorarme de las chicas en las escaleras que no conozco", pero de tanto amor dado y recibido no puedo sino estar agradecido con el universo y dispuesto a vivir dignamente, es decir, vivir amando, siendo consciente del hecho de que hoy y mañana, al andar en bicicleta, con rueditas o sin ellas, siempre existirá la posibilidad de caer.




domingo, 12 de junio de 2011

Mundo en Movimiento

Descansaba del ejercicio en una isla, de esas en medio de una avenida, ya saben, donde están fijos en la tierra aquellas estructuras metálicas para ejercitarse físicamente: abdominales, paralelas, barras, flexiones... como quieran llamarlo, pero yo sólo descansaba, con una respiración un poco cansada, pero no acelerada, con la vista perdida y desenfocada, absorta la mente en no sé que pensamientos, ya ni recuerdo. Sólo recuerdo que entonces ví, de casualidad, como pasaba un reluciente carro azul oscuro frente a mí, a través de la avenida por supuesto. No ví quien manejaba, pero no viene al caso, porque lo que ví fue más que eso, al menos una lección, después de una breve reflexión.

Ví una niña, de no más de tres años de edad, asomada en la ventana del piloto, sonriendo al mundo, a ese mundo en movimiento desde el automóvil, donde de pequeño quizás no sabes si te mueves tú o se mueve el mundo, porque simplemente eres demasiado feliz e ingenuo para pensar en eso. Su mirada me encontró, y su sonrisa me alegró, porque en parte recordé lo feliz que de niño se es, pero por otro lado también me percaté de cierta inmadurez de la adultez.

¿Por qué inmadurez?... Pues porque simplemente muchas veces no puedo ser como aquella pequeña niña que se asombra ante el mundo en movimiento, y por el contrario elijo preocuparme por los movimientos del mundo incluso antes de que sean hechos, pero claro, no es que pretenda ser un perfecto ingenuo, no, no se trata de eso. Se trata de que en la medida en que elejimos preocuparnos (y en este sentido "hay muchas cosas por las que vale la pena y debemos preocuparnos") lo hacemos progresivamente de una manera tal en que llega un punto donde todo movimiento del mundo ha de ser necesariamente un problema, y ya sólo estamos al acecho, predispuestos a disparar sin pensar, pero lo más triste del caso es que se trata de algo que la perversa "costumbre" se encarga de disfrazar muy bien, haciéndonos creer cómodos y sabios.

Ver al mundo en movimiento es estar dispuesto a crecer y a alegrar el propio o ajeno día simplemente porque esperamos lo mejor de la vida propia y ajena, a pesar de que somos conscientes de la maldad y la vileza, también propias y ajenas, sin saber que toca después, pero con la certeza de lo que hoy toca hacer. Y es que si existimos como humanos, existimos para triunfar y errar, para encontrar y perder, para nacer y morir, y es mejor hacerlo con buena fe, pues la alegría y la buena energía nos sentaran mejor, o al menos eso fue lo que aquella niña desconocida me transmitió.

No quiero ser niño otra vez, porque ello es no saber valorar la vida en sus justos tiempos y espacios, pero sinceramente no quiero olvidar lo que de niño aprendí ni lo que hoy aprendo, porque entonces cuando tenga cincuenta años, no sabré ver al mundo en movimiento.