Cuando no se puede escribir sencillamente no se puede escribir, las palabras no salen de los dedos sobre el teclado o de la pluma sobre el papel. Por horas se puede pensar y divagar en historias y ficciones no propias o propias disfrazadas y nada surge, nada nuevo aparece en la escena monótona y cansada de una mente que no tiene nada para contar, al menos a manera de narrador, porque ¿quién no tiene algo para contar?
Me tengo que ir entonces volando al otro extremo y retractarme en al menos un sentido, porque puede que no se pueda a veces escribir, pero todos tenemos definitivamente algo que contar, y hablo de historias sobre las cuales no es necesario divagar o pensar por horas, pues están ahí en nuestras cabezas, estáticas y pintadas de cotidianidad (y a veces desprecio) por el sólo hecho de que nos ocurrió a nosotros mismos, y vivir algo en carne propia no siempre nos permite apreciar lo fantástico de un momento, y es que fantástico es una sonrisa sincera fuera de contexto y sin venir a cuento de un desconocido, fantástico es el cuadro que pinta un puesto de comida callejero en plena madrugada, fantástico es el sonido de una canción que hace recordar, fantástica es la piel que amamos acariciar.
Así, sin escribir, ya contamos historias, historias que se escriben en el recuerdo de otros, porque uno no puede contar lo que no percibe, pero sí obrar de manera fantástica.