La vida está llena de costumbres, indudable e inevitablemente, pues con el transcurrir del tiempo adquirimos hábitos y maneras de afrontar las distintas situaciones del universo, a pesar de ser mencionados escenarios infinitos. Pero esos escenarios quizá sean desconocidos para la mayoría de nosotros, pues normalmente nuestras costumbres se yerguen orgullosamente con la sensación de que sin duda alguna nos servirán siempre de escudo y espada ante cualquier disyuntiva.
Ante esta premisa, mi intención es ahondar en la vulnerabilidad de las costumbres, porque tengo la sensación (y lo digo abiertamente) de que las costumbres terminan por absorver algunas veces cualquier capacidad nuestra de reacción natural ante los acontecimientos. Y con reacción natural me refiero a la posibilidad de darle a nuestra mente y a nuestra alma la potestad de decidir de acuerdo al momento y a las sensaciones, y no sólo de acuerdo a conductas predeterminadas en el consciente.
Todo esto (para algunos quizá redundante o poco relevante) lo digo en razón de que existe un peligro inmienente en acostumbrarnos a vivir bajo constantes, excluyendo a las variables forzosamente, porque tarde o temprano, el aburrimiento podría apoderarse de nuestras almas, siendo lo peor de todo, que en tal caso, probablemente no fuesemos conscientes de tal condición de aburrimiento, dormidos en la rutina, adictos a la monotonía.
El amor, sentimiento relativo y vivido de tantas maneras es un vívido ejemplo de ello (valga la cacofonía), porque si estamos enamorados hoy, no podemos pensar hoy que siempre lo estaremos y mucho menos que hemos encontrado la plenitud o lo más elevado en nuestra vida sentimental, ya que en ese caso terminaríamos nuestros días no amando, sino acostumbrados, como un perro, como el perro de Pavlov, condicionados a un estímulo. No, para amar de verdad es necesario saber que nada está dado eternamente, que las constantes no existirán más allá de nuestras mentes.
Como el amor, otros ejemplos son ilustres, pero para terminar, o quizá comenzar, actuar no debe estar sujeto siempre a paradigmas sociales, o incluso personales, porque por algo somos libres y no esclavos, y ello nos permite obrar bien o mal, un conocimiento que creo todos tenemos, no habiendo excusas para no intentar alcanzar lo bueno y lo bello constantemente, no habiendo pretextos para ser presos de ideas y costumbres aparentemente conscientes, cuando ni siquiera hemos consultado a nuestra mal acostumbrada mente.
Ante esta premisa, mi intención es ahondar en la vulnerabilidad de las costumbres, porque tengo la sensación (y lo digo abiertamente) de que las costumbres terminan por absorver algunas veces cualquier capacidad nuestra de reacción natural ante los acontecimientos. Y con reacción natural me refiero a la posibilidad de darle a nuestra mente y a nuestra alma la potestad de decidir de acuerdo al momento y a las sensaciones, y no sólo de acuerdo a conductas predeterminadas en el consciente.
Todo esto (para algunos quizá redundante o poco relevante) lo digo en razón de que existe un peligro inmienente en acostumbrarnos a vivir bajo constantes, excluyendo a las variables forzosamente, porque tarde o temprano, el aburrimiento podría apoderarse de nuestras almas, siendo lo peor de todo, que en tal caso, probablemente no fuesemos conscientes de tal condición de aburrimiento, dormidos en la rutina, adictos a la monotonía.
El amor, sentimiento relativo y vivido de tantas maneras es un vívido ejemplo de ello (valga la cacofonía), porque si estamos enamorados hoy, no podemos pensar hoy que siempre lo estaremos y mucho menos que hemos encontrado la plenitud o lo más elevado en nuestra vida sentimental, ya que en ese caso terminaríamos nuestros días no amando, sino acostumbrados, como un perro, como el perro de Pavlov, condicionados a un estímulo. No, para amar de verdad es necesario saber que nada está dado eternamente, que las constantes no existirán más allá de nuestras mentes.
Como el amor, otros ejemplos son ilustres, pero para terminar, o quizá comenzar, actuar no debe estar sujeto siempre a paradigmas sociales, o incluso personales, porque por algo somos libres y no esclavos, y ello nos permite obrar bien o mal, un conocimiento que creo todos tenemos, no habiendo excusas para no intentar alcanzar lo bueno y lo bello constantemente, no habiendo pretextos para ser presos de ideas y costumbres aparentemente conscientes, cuando ni siquiera hemos consultado a nuestra mal acostumbrada mente.