Ella sólo esperaba, como siempre, la llegada de las seis de la tarde, con aquel sol radiante y a la vez moribundo de la costa, para ir a reunirse una vez más con su amigo silencioso, aquel que va y viene en un murmullo incomprendido por la lenguas humanas pero perfectamente entendido por los espíritus pacientes, entre rocas y arena, entre peces y ballenas, bajo cielos claros o estridentes, siempre omnipotente.
Y sus pies se mojaban indefensos, con las olas de la costa, de esas espumosas y saladas, y se le aceleraba entonces repentinamente el corazón, sin saber si era por el frío en los deditos de los pies o por el recuerdo de lo esperado, y mientras tanto, sólo aquel viejo faro era su cómplice. Su mirada solía perderse siempre con relativa facilidad, más ese no era el caso de su esperanza.
Hacía tiempo aquel viejo faro había dejado de funcionar, y realmente a nadie más que a ella le importaba, pues a estas alturas de haber acabado la guerra, sólo ella esperaba la llegada de aquel barco.
Y sus pies se mojaban indefensos, con las olas de la costa, de esas espumosas y saladas, y se le aceleraba entonces repentinamente el corazón, sin saber si era por el frío en los deditos de los pies o por el recuerdo de lo esperado, y mientras tanto, sólo aquel viejo faro era su cómplice. Su mirada solía perderse siempre con relativa facilidad, más ese no era el caso de su esperanza.
Hacía tiempo aquel viejo faro había dejado de funcionar, y realmente a nadie más que a ella le importaba, pues a estas alturas de haber acabado la guerra, sólo ella esperaba la llegada de aquel barco.
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