Buscaba realidades, era adicto a ellas. Por ello conservaba en su casa montones incontables de cualquier tipo de prensa que hablase de sucesos. Revistas y periódicos, diarios y semanarios, libros y suplementos, todos apilados unos sobre otros en un orden totalmente aleatorio y eventual, o más bien cabría decir en un desorden espacial con lógica temporal, pues tal y como habían llegado esas hojas de papel a sus manos y ojos terminaban disponiéndose en algún oscuro rincón luego de las frenéticas y excitantes lecturas, porque no, no podía siquiera concebir la idea de deshacerse de ellas, no, no se puede mandar a la basura semejante realidad con tanta ligereza. Debía conservarla, debía ser su guardián, y no era algo que creía, era algo que simplemente sabía.
Gregorio Mujica era un hombre entrado ya en sus cuarenta, vivía solo, en una acomodada pero antigua (o viceversa si prefieren) urbanización donde quedaba la vieja casa que había heredado de sus abuelos paternos, y nada amaba más hacer en sus días y horas fuera de los tribunales de la ciudad que leer, acumular, releer y custodiar primero cientos y luego miles de noticias de sucesos recortadas o encajadas en los más diversos medios impresos de la región y el país.
Así, pasaba noches y madrugadas enteras paseando sus ávidos ojos entre víctimas y presuntos homicidas (porque uno nunca sabe, solía decirse en silencio), entre corruptos y filántropos, entre culpables e inocentes, pero sobre todo, como a Gregorio le gustaba llamarles, entre realidades.
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