Fue así como obsesionada con los lugares y su carácter temporal nació aquella extraña costumbre de acudir a ellos a las dos de la mañana, llevada por las ganas de encontrar lo "no común" en sitios a todas luces "ordinarios". Dos de la mañana, esa era la hora, porque resulta que vivimos tiempos donde según ella, nuestra heroína: "la medianoche es muy temprano, e igual lo son las tres de la mañana, pues a esa hora hay gente que hace ejercicio y pasea a sus perros más despiertos que ellos". Entonces las dos de la mañana resultaba ser ese punto del tiempo idóneo que buscaba para no ser parte ni de lunes ni de martes, ni de los trasnochados ni de los madrugadores, y era así que se sentía bien, siendo invisible en su ingenua percepción de las cosas.
Nadie puede sacarle la idea de que a las dos de la mañana se ven calles y pasillos más desnudos y crudos, habitados por rostros más sinceros y sufridos. Todo ello sabiendo que de vez en cuando zumban por ahí, a las dos de la mañana, palabras que dejan todo al descubierto, como una gran verdad, absoluta y preciosa, en medio del frío de la madrugada, palabras que le hacen entender por un instante de qué va la vida.
Por eso sigue yendo por ahí, apartando sus "dos de la mañana" para tan peculiar placer que no comparte con nadie excepto consigo misma. Aunque todo tiene su excepción, pues lo poco que cuento es el resultado de las coincidencias de espacio en nuestras "dos de la mañana". O no sé, quizá lo haya soñado todo.
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