sábado, 20 de agosto de 2011

2042

Si algo debo confesar luego de tanta vida y tanto camino es que nunca olvidaré aquella tarde en la que finalmente pude volar, aquella tarde de sol en la que cumplí el deseo de aquel niño soñador criado en la juventud del siglo XXI, y que hoy niño de nuevo, porque de eso puede que se trate esta vejez, recuerda los sonidos, percibe el aroma de aquellos lejanos instantes, pero que sobre todo contempla vivamente en su corazón aquellos sentimientos, aquellas sensaciones, que a pesar de no estar ya, jamás abandonaron su aliento, porque el sabor de aquella tarde en su boca, de una u otra manera, se hizo eterno.

Nunca pensé que llegaría a montarme en un auto volador, de esos que tanto aparecieron en las caricaturas y cuentos de ficción durante mi infancia, porque siempre pensé que eran más capricho de la imaginación que de la misma razón, pero ahí estaba yo, año 2042, en medio de lo que a todas vistas parecía el interior de un auto normal, como aquellos de los años 20‘s cuando todavía existían los semáforos, sólo que aquí podía cumplir mi sueño, podía volar.

Fuiste entonces la primera persona en la que pensé para que me acompañaras aquella tarde de agosto, quizás porque solíamos ser amantes, o sólo por el hecho de no tener a nadie más, en verdad ya no recuerdo lo que antes de invitarte pensé, tal vez porque lo que vino después, todo lo anterior opacó. Llevabas aquel vestido “natural”, como lo solía llamar, de flores silvestres sobre el blanco que siempre te fue bien, ajustado a tu cuerpo, delineando a la perfección tus curvas de Venus, que hoy esperaban ansiosas volar en el auto nuevo, porque no lo pensaste dos veces, y te montaste conmigo.

Manejar aquella máquina resultó más sencillo de lo que creía, pues era prácticamente lo mismo que manejar un auto antiguo, sólo que volabas, aunque eso sí, en el campo no habían aún muchas señales aéreas, por lo que el trayecto lo hicimos a pura conciencia, cosa que no nos molestó en absoluto, absortos como estábamos contemplando aquel paisaje, ante aquel cielo que hasta aquel día sólo había hospedado a nuestros papagayos de la infancia, y que hoy nos permitía fluir a través de él.

Aún guardo en el recuerdo aquel silencio que sobrevino al final de aquella vieja canción que no dejabas de escuchar, y que cantamos entonces para recordar y disfrutar, del tiempo pasado y el actual, sin distinción, detenidos en medio del aire, porque aquel auto también tenía una especie de “P” como los antiguos, a pesar de llamarse “F”, supongo que por flotar. Era un silencio especial, porque no sentía la necesidad de hablar, sentía que hacerlo era no comprender la belleza de aquel lenguaje universal que tanto había buscado y que por fin parecía vislumbrar a través de tu mirada.

Nos miramos los dos, y contemplamos la verdad, el uno en el otro, de eso estoy seguro, aunque no hubo palabra alguna de por medio, y entendimos el sentido de aquel momento, de aquella vida, y ya no existía para nosotros aquel moderno auto o el tranquilo campo, porque sencillamente “volar” lo opacaba todo. Siempre fui adicto a tus besos, y adorador de tu cuerpo, pero aquella mirada en medio del cielo dio sentido a mi vida, pues era todo lo que realmente buscaba, y quizás precisamente por eso te invité aquella tarde de sol, pues como no buscar lo que sabes que existe y es posible, lo que sabes que vive secretamente en corazones dormidos pero vivos, escépticos pero al final voladores.

Hoy, cuando el azar me confina a esta fría cama, aquella tarde es mi alegría, y sonrío ante el cansancio y el dolor, porque realmente son insignificantes al lado de mis recuerdos, llenos siempre de flores silvestres, que me dicen que viví porque me cuentan que volé alguna vez, y no hay muerte que pueda llevarse eso.