domingo, 22 de agosto de 2010

Tribunal Mental

Valorar las actuaciones personales introspectivamente con el fin de juzgarlas o no favorablemente es un ejercicio que en alguna ocasión he practicado, pareciéndome en algunos momentos inevitable, y en otros aún más serios, hasta un deber. Curioso es que constantemente y de manera inconsciente, suelo encontrarme en una situación en la que juzgo no sólo en base a mi contexto, sino que un mar de conocidos y amigos terminan formando parte de un mosaico que define relativamente valores y antivalores.

Ahora bien, juzgar es tan complicado que el hecho de hacerlo termina convirténdose precisamente en un acto digno de ser juzgado por nuestra conciencia. Por ello trato de evitar, que mis juicios de valor se aboquen en lo posible enteramente a otros, y más aún cuando en mí existe tanto por juzgar, y no digo nosotros, porque estaría juzgando.

Un prejuicio se percibe en el aire, es palpable a través de los sentidos, pero no es irrevocable, y es de hombres y mujeres elegir entre vivir bajo una suposición o experimentar el verdadero sabor de lo que es real, sea admirable o deplorable. Hablo sinceramente como alguien que ha tenido, tiene y tendrá prejuicios, pero que no cree en el carácter absoluto de los mismos, pues su existencia es efímera hasta contrastar con el plano de lo real. Sin embargo, el problema que percibo, es que muchas veces no es suficiente la intercepción entre lo que creemos y lo real para demostrar una verdad, y seguir el impulso de lo que vemos no es sencillo estando atados a verdades construidas más por automatismo que por raciocinio.

La objetividad no debe referirse aqui a la frialdad o a la imparcialidad, es más en este asunto saber reconocer lo que es digno de ser reconocido, más allá de lo que en principio creimos que era cierto o falso, o creimos percibir como bueno o malo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario